Pasada la Feria de Sevilla al caminante le suelen ocurrir
casi todos los años las mismas cosas cuando pasea por las calles de la ciudad.
Entre ellas, el encuentro con ese buen aficionado al que conoces desde hace
tiempo pero con el coincides solo de vez en cuando. El saludo, la invitación al
café y la pregunta de siempre: “Qué te ha parecido la Feria”. No da tiempo a
que se le pueda contestar. En realidad no quiere conocer mi opinión, lo que
quiere es darme la suya. Y tras la pregunta comienza a lanzar su particular
crónica de la Feria.
“Ha sido una Feria como casi todas. Ha habido cosas buenas y
malas. Ha estado bien El Juli, pero me quedo con los nuevos como Garrido, Moral o
Aguado. Pero ya me he convencido de algo que te he dicho otras veces. Yo quitaría
lo de las orejas, sobre todo en las plazas de primera. Es una fuente de
conflictos. Mucho más cuando hay cuatro presidentes, que cada uno tiene un
criterio y no se pueden equiparar las que conceden algunos con las de otros.
Eso de oreja por petición mayoritaria podría valer cuando a las plazas acudían
entendidos en su mayoría, pero ahora, y bienvenidos sean, acuden muchos que no
tienen mucha idea de los fundamentos del toreo, porque dicen que van a
divertirse y solo quieren orejas. O se cambia el Reglamento, y se deja a
criterio del presidente también la primera oreja, o se suprimen. Yo soy
partidario de quitarlas, que se den vueltas al ruedo, pero sin orejas. Los
aficionados no necesitamos que se corten para saber cómo ha estado un torero.
Para los presidentes sería un alivio. Más con cuatro personas distintas, unos
más exigentes, otros más generosos, y nos evitaríamos el número de este año de
la gente pidiendo orejas con malas estocadas que en Sevilla no se pueden
conceder. Han hecho bien, pero hay que seguir la misma pauta con todos los
toreros. Así que lo mejor es quitar las orejas”.
Se ha explayado del tirón, le he escuchado con atención,
espera que yo diga algo, pero solo ha sido una pausa para terminar su perorata,
que nuevo incluye la pregunta del principio: “¿Qué piensas de esto?”. Y sin que
pueda contestarle remata su discurso: “Pues debes escribirlo, porque tu tienes medios para hacerlo. Yo no puedo contarlo, pero tú sí que
puedes”. Y se queda tan pancho. Ha soltado lo que quería contar y su cara tiene un rictus de suficiencia. Me tomo el café, le pregunto por la familia y
le digo que tengo cosas que hacer. Nos despedimos y ahí queda su opinión.
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