Estaba Sevilla reunida en el salón de todos los
conocimientos que es el Paraninfo de la Universidad. Habían acudido al reclamo
de un nombre y un hombre todas las instancias civiles, militares y
eclesiásticas. Curro Romero recibía el premio de Cultura. La tarde se había
metido ya en el terreno de las emociones. Le cantó su amigo Alberto García
Reyes, lo mismo que más tarde lo haría la inigualable Marina Heredia, esa mujer
que tiene las esencias de las tierras de Granada. Se había levantado para
recoger el premio, un grabado de la Maestranza cargado de historia. Y ahora
tenía que comenzar su faena, ya con su muletilla en las manos, solo delante del
estrado.
La voz surgió entrecortada en el saludo. Sin papeles, apenas
con el corazón en la mano, el Faraón nacido en Camas comenzó a recorrer de
nuevo su camino. Otra vez hizo camino al andar. Como en las mejores tardes, la
faena fue corta, intensa y de menos a mucho más. Explicó esa senda recorrida en
libertad, dejando a un lado las veredas, recogiendo las rosas y ahuyentando las
espinas, siempre por derecho en busca de su verdad. Las paredes del templo del
conocimiento, la misma que escuchó a las cigarreras cuando salían a la calle
San Fernando, se estremecieron con la voz del artista que siempre puso la
fidelidad por delante, el que nunca se traicionó, el mismo que eligió al arte
del toreo porque así podía soñar que era un Faraón elegido para llenar de gozo
a los que fueran capaces de seguirle en su camino.
Estaba allí, delante de todos, como el mejor de los
profesores, cuando en su juventud no pudo pisar aquellas aulas ni de puntillas.
Seguía su camino, en una etapa más de la senda que comenzó hace ya muchos años.
En la garganta de los presentes se metió ese nudo que nos deja sin resuello. A
su Carmen sevillana, que no la de Merimé, ya no le quedaban lágrimas, cuando ya
el torito de la palabra le estaba pidiendo el final. “No puedo más… Quisiera decir más cosas, pero no puedo.
Quisiera dar unos lances, pero tampoco puedo. Gracias”.
Se sentó con esa dignidad de los marcados por el don de la
gracia y el señorío, había parado de nuevo todos los relojes este vencedor del
tiempo, la Universidad había colocado al toreo en su sitio y el caminante Curro
Romero apretó sobre su pecho el más hermoso de los ramos de rosas.
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