Corría el año 1980 cuando conocí en persona a Ramón Vila en
el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla. Todavía no había comenzado mi andadura
como informador taurino. En aquel encuentro quedé subyugado por su
personalidad. Sabía de su calidad como cirujano taurino, le admiraba, de forma
que en nuestros primeros encuentros para hablar de pacientes a los que había
que operar, siempre finalizábamos hablando de toros. Nos unía el colegio de los
Maristas, donde ambos nos habíamos formado. El día que aparecí en la enfermería
para buscar un parte médico se sorprendió. “Qué haces aquí, Carlos”. “Estoy en
Antena 3 Radio hablando de toros”. Se alegró. Desde aquel día debo admitir que
me sentí halagado por sus atenciones, así como por sus permanentes referencias
en las ruedas de prensa cuando decía: “Eso lo sabe muy bien Carlos”.
Ramón fue un excelente cirujano. Fue un monstruo como
cirujano taurino. Y fue un portento como persona. Todo esto dicho cuando acaba
de morir puede parecer la normal elegancia que debe mantenerse en estos
momentos. En absoluto. No hay ninguna exageración. Ramón, con su poderosa
anatomía, ese pelo cano de pronta aparición, su voz grave y potente, era un
personaje que superaba al propio médico.
De todos estos años debo agradecerle su confianza cuando me
derivó pacientes, toreros o familiares de toreros, que habían acudido a su
persona y que no necesitaban de ninguna intervención. Ramón fue el médico de
los toreros en sus percances y en sus enfermedades, pero también fue el médico
de cabecera de las familias del toreo. Era un optimista por naturaleza.
Ese optimismo de su personalidad se quebró por unos momentos
en 1992. La noche del 13 de septiembre de 1992, cuando apareció en la puerta de
la enfermería donde un grupo de informadores estábamos esperando noticias de
Soto Vargas, sus palabras fueron tremendas. “Carlos, Ramón Soto se nos ha
muerto” y dijo a continuación: “Es muy duro lo que me está pasando este año”. Pero se vino arriba y, aunque jubilado, ha
seguido al pie del cañón hasta esta última Feria de Abril. A Ramón había que
conocerlo el día de la entrega de sus premios. Qué vigor, qué elegancia y qué
imaginación en sus palabras para cantar al quite artístico, aunque el premio
que le volvía loco era el providencial. Así era Ramón Vila, que ya siempre estará grabado en nuestros mejores recuerdos.
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