Se ha puesto de moda subirse al carro de los toreros que
triunfan. Ahora todos somos de Juan Serrano, Finito en los carteles, de Diego
Urdiales, de Paco Ureña y de Pablo Aguado. Hay subida al carro porque se ha
comenzado a paladear una forma distinta de estar en la cara del toro, que en
realidad es la misma de siempre. También es verdad que en los últimos años se
había desplazado la naturalidad torera por el amontonamiento y el toreo
retorcido, un tipo de toreo que puede resultar emocionante pero que carece de
naturalidad. Bastó que el torero de Arnedo explicara su estilo en Bilbao y en
Madrid, que un veterano curtido en mil batallas como Finito dibujara carteles
de toros en estas primeras ferias, que Ureña volviera como siempre y que el
sevillano Aguado meciera sus muñecas para que una ola de pureza haya invadido
las apetencias de los aficionados. Y todos nos hemos subido al carro.
Todos no. Muchos ya estábamos en lo alto. No deja de
sorprender el redescubrimiento de un matador como Finito con veintiocho años de
alternativa, como si nunca hubiera toreado con regusto, como si de pronto los
públicos se hubieran encontrado con la torería que derrama en cada gesto. Han
bastado unos muletazos inmensos en Valencia y Castellón y su carro de
admiradores se ha llenado. Finito es un torero transparente. Su estado de ánimo
ha jugado a su favor y en su contra, pero eso de cantar ahora su estilo es
propio de aficionados recién llegados que no han tenido la oportunidad de
saborear las excelencias de su tauromaquia. Bienvenidos sean, porque ahora
serán conscientes de lo que es el toreo de siempre.
Me subí al carro de Pablo Aguado cuando era becerrista, como
también lo hizo mi admirado Pablo López Rioboo. Sus triunfos no me cogen de
sorpresa. Pero así es la vida. Ahora todos son de Aguado. Todo esto me lleva a otra conclusión.
Estamos viviendo la recuperación del toreo bueno, del que llega a todos porque se
consigue la emoción por la obra bien hecha, la que surge cuando a un toro se le
trata con suavidad, con cites sin posturas forzadas, cuando se le templa sin
toques bruscos, el toreo natural de temple, mando y remate. Es la antítesis del
arrimón y del toreo cambiado por la espalda. Si es así, todos nos subimos al
carro del arte eterno.
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